SOLO DE CONCERTINA
Por: Christian Padilla
Los últimos trabajos de
Ximena De Valdenebro se han concentrado en un objeto con una particular poética
y algunas contradicciones curiosas: la concertina. Es extraña la belleza propia
de un objeto que violenta y repele, así como es bastante curiosa la adopción
para esa forma de un nombre tan musical y armónico. Así que esa belleza en la
naturaleza nominal de un elemento transgresor y restrictivo hace pensar en las
ambivalencias del acto de nombrar, si un objeto violento merece un nombre con
un sonido o una connotación más agresiva, si su nombre en sí mismo debería
inspirar miedo en vez de atraer.
La propiedad de expandirse
del instrumento musical (la concertina) fue la que vino a caer en la boca de
quien le vio un parecido con la reja, pero seguramente bandoneón o acordeón no
le pareció un nombre apropiado, aquellos nombres de instrumentos semejantes a
la concertina eran mucho menos bélicos para darle una propiedad de contención.
Así que la capacidad de expandirse para hincharse de aire de un instrumento
musical fue la analogía que su nombrador encontró en una reja que se podía abrir
rápidamente para obstaculizar al enemigo, y si era requerido guardarla
ágilmente para replegar tropas, avanzar y sitiar nuevamente con esta barrera portátil.
En cualquier caso, ese
instrumento de guerra llegó a nuestras ciudades y pasó de ser un elemento móvil
a uno estático, inmanente de nuestro paisaje, un elemento pesimista que pasa
desapercibido en nuestra cotidianidad pero no deja de estar en continuo
funcionamiento. Ximena De Valdenebro nos hace regresar a la consciencia de su
existencia y de lo que ello advierte, y aunque al verlo en sus trabajos se hace
presente la ciudad, está no se evidencia, no es necesario. La ciudad se muestra
tácita entre la concertina y los cielos azules que remiten a la libertad. La
línea ondulada de la concertina delimita lo público de lo privado, contiene y aprisiona
pero a la vez expulsa y protege. En cualquier caso, la naturaleza de los seres
vivos territorializa para generar distancias críticas que auguren la
supervivencia, observación de Deleuze y Guattari en sus Mil mesetas: “hay que tener en cuenta simultáneamente dos aspectos
del territorio: no sólo asegura y regula la coexistencia de los miembros de una
misma especie, separándolos, sino que también hace posible la coexistencia de
un máximo de especies diferentes en un mismo medio, especializándolas”.
En nuestro tiempo, su fin
es la defensa de una sociedad aterrorizada, que vive en pequeños muros
restrictivos pero se queja de las fronteras y de las grandes murallas que
recaen en la fobia al extranjero, al racismo, al fascismo, a las diferencias de
clase. Todo ello en una palabra tan musical y en una forma de rítmica belleza
que De Valdenebro reitera haciéndonos
preguntar porque en esa armonía se esconde el peligro, y que se responde en el
pensamiento de Zygmunt Bauman, quien en su libro Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores comenta
ágilmente: “Nuestra sociedad moderna líquida es un artefacto que trata de
hacernos llevadero el vivir con miedo”.
Es en esa contradicción que
se hace valioso el señalamiento de la artista sobre el objeto, las
incoherencias que plantea esta sociedad paranoica que cuida de su
funcionamiento por medio de artefactos que después de emplazarse en la ciudad,
se vuelven parte de un imaginario inconsciente por su naturalidad en nuestros
trayectos diarios. De Valdenebro encuentra la poética del elemento y reflexiona
sobre las dicotomías que este plantea, sin negar el hecho y potencial plástico
que encuentra en sus ritmos, ondulaciones y brillos, convirtiendo la concertina
en una excusa para sus sensuales obras.
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